Todas las reglas sociales, las prioridades, la lógica o las pautas de comportamiento que nos enseñaron allá donde nacimos llegan a perder todo su sentido cuando empiezas a viajar.
Por ejemplo si estábamos completamente convencidos de que mover la cabeza de arriba hacia abajo podía significar solamente un “sí” cuando llegamos a India descubrimos que es más un “no”, o si en la ciudad de donde venimos lo primero que guardabas en tu bolsillo antes de salir de casa es el teléfono móvil en la selva amazónica del Perú es un machete, o más llamativo fue cuando no creíamos que existía otra forma posible para lavarnos que con agua, preferiblemente enjabonada, de repente Namibia nos enseña que los burros se dan baños de arena o que las mujeres Himbas durante toda su vida lo hacen con humo.
Viajar es experimentar los contrastes entre la forma de vivir, pensar y sentir de allá donde venimos y la de otro lugar lejano completamente diferente, pero el contraste más curioso se da cuando estas dos culturas tan distintas se encuentran y se fusionan presentándose ante ti en un momento mágico e inesperado, para un viajero encontrarse de repente dentro de un escenario así es como si le tocase la lotería.
Y así fue como nos pasó cuando después de varios días cruzando el desierto de Namibia de Sur a Norte finalmente llegamos a Opuwo. Hasta entonces todo era orix cruzándose en nuestro camino, eternos horizontes desérticos, calor, polvo, soledad y deshidratación, y de repente esta pequeña población, puerta de entrada a la tierra de la colorida tribu Himba.
Pero lo primero es lo primero, fueron muchos días comiendo solo pan con atún así que nada más llegar a Opuwo corrimos al supermercado para conseguir unas frutas. Buscar un lugar para dormir o preguntar donde encontrar la ruta que seguiríamos el día siguiente hasta las cataratas de Epupa pasó ese día a segundo plano.
Sin embargo lo más extrañado no fue que en un lugar así nos encontrásemos un supermercado tal y como lo conocemos, con cajas registradoras, con megafonía, con frigoríficos y con productos que no eran solo locales (con todos los límites que el desierto pone en este aspecto). La magia estaba en lo que pasaba allí dentro. La cultura occidental se mezcla con una tribu nómada y ganadera africana de la forma más gráfica posible. Mujeres semidesnudas con el cuerpo completamente untado de una crema que ellas mismas hacen con grasa de vaca y polvo de una piedra rojiza dudan entre cual escoger de los 20 tipos de chocolates diferentes que tienen en frente.
En un ambiente mucho más festivo de lo que relacionamos con un supermercado entre sus pasillos y sin apenas esconderse están estas imponentes mujeres abriendo botellas de cervezas y bebiéndolas mientras comen unas saladísimas patatas fritas como si estuvieran en la barra libre de una boda. Tantos colores y sabores nuevos al alcance de una comunidad que por siglos vive en el desierto y que hasta ahora degustaron poco más que el sabor de la leche, sangre y carne de sus vacas sin duda iba a tener una repercusión, y esta se veía en cada rincón de aquel nuevo supermercado que trajeron a Opuwo. La carne ya cortada y envasada vino a cambiar los arcos y las flechas por cestas de la compra y el trueque de productos entre vecinos deja paso a un sistema donde lo más importante es coleccionar papelitos verdes con los que poder ir este paraíso extraño paraíso, todo un “Las Vegas” para este pueblo.
Enfrentar un contraste tan radical te lleva a dudar entre alegrarte por poder presenciar esa fusión y evolución de culturas o deprimirte por entender que lo que realmente pasa es que una cultura esta devorando a otra. Pero juzgar se convierte en una labor difícil para el viajero cuando acabas de llegar a un nuevo lugar, al final lo que te queda es disfrutar la deliciosa fruta, comprar más latas de atún para los próximos días y escribir en tu diario por ese entrañable momento que la ruta te regalo dentro de un supermercado.
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