Si tuviera que elegir cuál fue el día que fui más valiente en mi vida diría que fue cuando decidí salir de casa para dar la vuelta al mundo en mi moto. El día que murieron todas las excusas porque para mí ya no era un impedimento venir de una familia con pocos recursos económicos o haber nacido en un pequeño país del Este de Europa donde muchas veces todavía las mujeres estamos relegadas a un segundo plano, con menos derechos o con la etiqueta de no ser realmente capaces de hacer algo grande.
Sentí que podía y que había llegado el momento, aposte todo a una sola carta para empezar un viaje sin billete de vuelta así que estaba dispuesta a abrir bien los ojos para no perderme nada de lo que se cruzaría en mi camino. Pero con el paso del tiempo y conforme los kilómetros me llevaban más y más hacia el Este me fui dando cuenta que un viaje como el mío para una mujer no era solo un acto de valentía, también era una responsabilidad. La ruta me convertía en el objetivo de muchas miradas de otras mujeres como las miradas que venían desde los elevados ojos de las mujeres jirafas refugiadas en Thailandia, miradas ocultas tras el saree de las jóvenes esposas de Rajhastán o miradas reprimidas como las de las jóvenes huérfanas abandonadas en las calles de Calcuta.
Son miradas femeninas de países lejanos donde ser mujer les limita su libertad de aprendizaje y decisión. Cuando un día el destino me hace aparecer en sus vidas significó tanto para ellas que no pueden dejar de mirarme, soy como una ventana al mundo tan poderosa como el internet que nunca tendrán y conocerme era la oportunidad que tenían para ver que aún siendo mujer podía hacer cosas como sentarme en la misma mesa que los hombres y reír con ellos, hablar como una más y tener mi propia opinión sin necesitar el permiso de mi esposo, trabajar por mi cuenta, ser independiente, ser una persona que se respeta a si misma.
La ruta me enseñó que por el hecho de sentirme valiente no solo tenía que exigir al mundo que me enseñase a crecer y convertirme en mejor persona, además tenía que aprovechar mi ejemplo para intentar ayudar a esas otras mujeres que tienen muchas más dificultades que las que yo desafié. Pasé a ser una embajadora de un género femenino con la posibilidad de poder mostrarles que respetarse a si misma no significa querer traicionar a sus tradiciones y que sus límites estaban mucho más allá de lo que que le hicieron creer. Pero claro… también hay que saber empatizar y no invitarlas a un cambio radical hacia una libertad inimaginable en ciertos entornos que pudiese acarrear peores consecuencias que beneficios. Así que cada vez que nos quedábamos a dormir en la casa de alguna familia tenía que medir mis actos en frente de ellas mucho más que Manu, incluso cuando no era consciente o lo ignoraba también podría estar siendo observada. A veces desde una de las oscuras esquinas de la casa a la que no puse atención hay una niña oculta a la que se les despiertan muchas preguntas conforme me mira.
Siempre digo que uno tiene que escuchar a sus instintos y perseguir su sueño luchando con total confianza en uno mismo, pero al final aprendí que el beneficio de ganar esas batallas no es solo personal. Nuestra lucha termina convirtiéndose en ejemplo, y nuestros actos tiene un poder de atracción tan fuerte que pueden llegar a ser decisivos para cambiar la vida de personas que quizás nunca conoceremos.
Por cierto, ¿sabes quién era Dian Fossey? Yo hasta hace mucho no, pero me sentí conectada a ella cuando descubrí que su lucha en el pasado fue la que me atrajo hasta los volcanes de Virunga en Ruanda.
Esta mujer quizás no era consciente de lo que acarrearía sus actos, pero su lucha hoy no solo modificó la ruta que seguía mi moto, sino que ayudó a que un país donde se produjo uno de los mayores genocidios del siglo XX hoy se le conozca como la Suiza de África, pero eso te lo vamos a contar en nuestro siguiente post.
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